Ninguna elección ha tenido los retos que enfrentará la de 2018. El 1° de julio se votará por 3,406 cargos de representación popular. Además de las elecciones federales habrá elección concurrente en 30 entidades federativas, en 9 de las cuales se renovará al Ejecutivo local. Nunca antes se ha requerido de un número superior a 1, 400,000 funcionarios para instalar más de 155 mil casillas y recibir el voto de más 86 millones de electores.
Por encima de las cifras, los desafíos también se dirigen a la integridad electoral y la percepción sobre el cumplimiento de los principios universales de transparencia y confianza en el sistema electoral, antes, durante y después de los comicios. Evaluar la calidad de las elecciones implica realizar un juicio normativo sobre la presencia o ausencia de las propiedades deseables en las distintas etapas del proceso electoral.
Justo en ese tema, cuando la calidad se califica desde la perspectiva del electorado, el foco de atención se desplaza hacia la percepción que el mismo tiene sobre las circunstancias del proceso. Que la población perciba negativamente el proceso electoral representa sin duda un obstáculo, constituye un campo fértil para la disputa legal y extralegal de los resultados, dando lugar a la posverdad o la mentira decorosa que dificulta la consolidación de la democracia.
Reconocer que el Instituto Nacional Electoral (INE) y otras autoridades electorales tienen un déficit de credibilidad, no implica aceptar necesariamente una condición de fatalidad. Es colocarse en el tramo de reconstrucción que puede permitir ganar la legitimidad suficiente. Para ello es necesario que se perciba la elección de 2018 como un proceso libre y justo, que se conduzca conforme a la letra de la ley, en el que no se utilice dinero ajeno, que no se compren votos, que las candidaturas sean de gente honesta y las campañas inteligentes, frescas y comprometidas con los problemas del país. Un proceso sin huecos por donde puedan filtrarse criminales disfrazados de líderes políticos, en el que la representación popular resulte más confiable por sus propios méritos y en buena lid, tanto en la elección del Ejecutivo federal y local, como de las diferentes legislaturas.
De acuerdo con lo anterior, puede suponerse que el desafío de las autoridades electorales administrativas ya no reside solo en organizar un proceso con jornada electoral ejemplar, en el que se cuente con exactitud el voto ciudadano, quizás ahora se pretende hacerlas corresponsables de muchos otros temas. Autoridades que fiscalicen de manera eficaz el dinero público y privado en las campañas electorales, que contribuyan a prevenir la coacción del voto, que garanticen la equidad y el equilibrio en la competencia electoral, que aseguren la integración con paridad de género de los poderes Legislativo y Ejecutivo y, por si fuera poco, equilibren la lucha intrapartidaria y aplanen el piso entre precandidatos y candidatos.
Sin colocar en duda los esfuerzos que las autoridades realizan por equilibrar la competencia electoral, cuando la calidad de las elecciones se califica desde la perspectiva del electorado, ya es común una opinión general que las desacredita y pone oídos a los señalamientos de fraude. Aparecen críticas a partir de mensajes drásticos, basados cada vez más en la percepción emotiva de un proceso que en el enfoque objetivo de sus condiciones y circunstancias, dominan afirmaciones sin refutación en torno a juicios que ignoran la veracidad de los hechos. No es extraño el balance falso del proceso, donde los puntos de vista se reciben con énfasis indebido y las exageraciones o mentiras contadas durante las campañas no son adecuadamente cuestionadas.
Acotar la predisposición ciudadana a suponer el trabajo deficiente de la autoridad electoral, pasa forzosamente por un problema de narrativa. Derivado del mal humor social, existe un panorama de desconfianza y deterioro de la vida institucional que no desaparece con instalar el cien por ciento de las casillas y asegurar el desarrollo pacífico de la jornada electoral. A pesar de ese y otros logros, la percepción de los electores muestra una inclinación peligrosa a cuestionar las formas y condiciones de la contienda. Es precisamente ahí donde está uno de los retos más grandes del 2018, se trata de mostrar la capacidad de las autoridades para despejar muchas de las dudas ciudadanas sobre el proceso, desafío que se construye a partir de una descripción adecuada y convincente del mismo.
Inherente a los principios de la democracia, la integridad suele entonces ser parte esencial de una elección libre, justa y confiable. Es un factor determinante en la administración del proceso electoral. Sin ella no hay garantía de que la voluntad ciudadana se reflejará en los resultados de la elección. Una contienda sin integridad podría desvirtuar el cometido de elecciones democráticas e impedir considerarlas libres. Pero acceder a ella no es suficiente sin la cualidad de persuadir a la ciudadanía de que se ha logrado.
Toda elección da lugar a ganadores y perdedores, y como todos desean ganar la tentación del triunfo es capaz de propiciar malas prácticas electorales, agregar a ello que la aceptación de la derrota es inaccesible en muchos casos, siempre es posible que la historia del proceso sea contada mediante la visión del derrotado, basada en críticas para desacreditarlo y alejando a los votantes de auténticas y veraces fuentes de información. Legitimar la elección es el verdadero desafío del 2018, reto que transcurre entre la integridad electoral y la posverdad.