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ADIOS ALFONSINA…

Aspiré a ser a ser como Doña Alfonsina Berta Navarro Hidalgo desde el mismo momento en que me incorporé a su equipo de trabajo.

Aún recuerdo que ante la súbita muerte de Don José Luis de la Peza todo su equipo nos sentimos desamparados, así qué aun llorando a mi maestro y ante la incertidumbre laboral, con una cierta vergüenza me acerque con ella y en corto le dije: “Magistrada, ¿y si me adopta?”, la vi sonreír de inmediato, con esa mirada franca, siempre cercana y me imagino un tanto enternecida de que un hombrón de casi 32 años se dirigiera a ella de esa manera. Me expidió mi nombramiento como secretario de estudio y cuenta y me asignó la oficina que estaba justo enfrente de la de ella. Eso me permitió conocerla.

Su puerta nunca estaba cerrada, era una magistrada de Sala Superior que quería ser observada por sus colaboradores y por aquellas personas que caminaran por los pasillos. Nunca tuvo nada que ocultar, no hacía nada en lo oscurito y eso lo demostraba con ese gesto, que era más que un símbolo: era una manera de vida, una función judicial abierta, mucho antes de que estuvieran de moda los discursos de transparencia.

Me impactaba su capacidad de trabajar: lo hacía mañana, tarde, noche y madrugada. No tenía descanso, era una mujer infatigable. Desde que llegaba no paraba un solo instante, revisaba todos sus expedientes hoja por hoja antes de turnarlos y ella personalmente los entregaba a su secretario, así que la cuenta era un verdadero reto, un examen en que la magistrada ponía a prueba tu estudio, tus conocimientos y la propuesta que le llevabas.

Revisaba todo: expedientes, promociones, acuerdos, actas, proyectos, votos, cuentas… todo lo que pasaba por sus manos, con ese lapicito que siempre la acompañaba y que parecía interminable hacia correcciones, modificaciones y a veces taches de páginas completas. Ella siempre me decía: “Soy muy comuda, así que pon comas, no canses al lector, regala pausas al justiciable”. Hoy me reprocho no haber guardado algunos de esos documentos en que, imprimiendo su alma, nos demostraba a sus secretarios que un juez debe dejar su propia sangre cuando soluciona un conflicto.

Siempre decía que “una ponencia es una familia donde todos tienen su lugar y nadie vale menos que otros”, y lo demostraba. Nos inundaba de cariño, a ella le gustaba “apapacharnos” sin distinciones: estaba al pendiente de cada uno y también del grupo, le preocupaba nuestro bien, y ante las enormes faenas de trabajo que hay en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, ocasionalmente hacía pausas en las que nos invitaba a todos a una obra de teatro, un ballet, o a escuchar una pieza sinfónica: era una amante de la cultura, de eso no quedaba duda, y es que la llevaba en el alma.

Lo percibí cuando platicando una tarde le comenté mi afición por la poesía y no tardó ni cinco minutos en volver para obsequiarme uno de los tantos libros de ese género literario que escribió su padre, el gran intelectual tapatío Don Adalberto Navarro Sánchez, cuyo nombre se encuentra inmortalizado en el auditorio del Centro Universitario de Ciencias Sociales de la Universidad de Guadalajara. Me contó que ella se formó con las innumerables tertulias literarias que su padre organizaba en su casa y a las que muchas veces acudió Octavio Paz y Elena Garro.

 

Nos impulsaba a estudiar: a los que no eran abogados los hacia terminar una carrera, a los que ya lo eran los hacía estudiar posgrados y a los que podían nos inspiraba la vocación de maestros. Ella misma primero estudió la carrera de profesora de primaria, y se notaba, infundía su vocación magisterial: todo el tiempo, cada sentencia, cada palabra era un mensaje, una enseñanza.

Creía firmemente en la meritocracia de la función judicial: empezar desde abajo y aspirar a ser juez o jueza, quizá magistrada o magistrado, ¿y porque no: ministro o ministra de la SCJN?

Mucho antes de que el feminismo inundara para bien las venas de México, cuando era imposible para una mujer ocupar cualquier cargo o posición de poder, mi admirada Doña Alfonsina, se hizo jueza de Distrito, Magistrada de Tribunal Colegiado de Circuito, y la primera integrante de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Ella, con su ejemplo, le demostró a todas mis compañeras y compañeros que a pesar de una sociedad injusta y desigual no existían límites para las mujeres, que el mundo debía cambiar, y que además casarse y tener hijos era sólo una opción respecto de todos los caminos que una mujer tiene para hacer una vida fructífera y plena.

Era una mujer valiente, una vez le pregunté que, si dados los temas penales federales era complicado haberse desempeñado varios años como jueza de distrito en Oaxaca, su respuesta nunca la voy a olvidar: “Las amenazas y presiones son parte de nuestro trabajo, y hay que dejarlas pasar con valor, porque quien no es valiente no es apto para juzgar”. 

La muerte de mi maestra Doña Alfonsina deja un gran pesar no sólo en mi alma, sino en la de todos aquellos que tuvimos la fortuna de conocerla y formarnos con ella.

Era una mujer congruente, de bien, así a secas, sin demérito alguno a su hidalguía que hacía patente con su segundo apellido.

Una generación de jueces de distrito, magistrados de Colegiado y magistrados electorales nos formamos a su lado y aprendimos el oficio de juez, entendimos que la impartición de justicia no era un trabajo, sino fundamentalmente una vocación.

La vamos a extrañar hondamente, México ha perdido una de esas grandes juezas, de esos grandes seres humanos, que jamás deberían morir.

Su ejemplo, su cariño, su bonhomía, su honor de mujer de bien traspasó mi alma y la de todos aquellos quienes la llamamos maestra.